
La suspensión del programa de Jimmy Kimmel, el presentador de late night con más años al aire en Estados Unidos, no fue un tropiezo circunstancial ni un simple choque entre un comediante y el poder. Fue la evidencia tangible de una estrategia calculada para doblegar a los medios y transformarlos de contrapoder en altavoz oficial. El detonante fue un monólogo incómodo para el movimiento MAGA, liderado por Donald Trump; el combustible, la presión directa de un aparato estatal dispuesto a intervenir en la programación televisiva.
El programa fue suspendido “indefinidamente” el 17 de septiembre por ABC y Disney, pero reinstalado apenas seis días después, con un episodio de retorno que marcó el mayor nivel de audiencia de la cadena en una década. Sin embargo, pese a su aparente resolución, el caso Kimmel muestra, con inquietante claridad, cómo convergen la coerción política, la docilidad corporativa y un proyecto ideológico que busca reconfigurar la relación entre prensa y poder en Estados Unidos durante el segundo gobierno de Trump.
Del luto a la ofensiva contra la crítica
No puede entenderse la ofensiva contra Jimmy Kimmel sin el contexto previo. Charlie Kirk, activista conservador y fundador de Turning Point USA —influyente organización dedicada a movilizar jóvenes en torno a la agenda de Trump—, fue asesinado el 10 de septiembre durante un evento en la Universidad del Valle de Utah. Lo que en principio debió ser un momento de duelo nacional por la muerte de una figura de alto perfil, rápidamente se transformó en el eje de un discurso que buscaba capitalizar políticamente la tragedia.
Kirk había construido una figura pública marcada por la confrontación cultural. Como activista y comentarista, era habitual en debates donde cuestionaba avances sociales y criticaba abiertamente políticas de inclusión o legislación en materia de derechos civiles. Para sus seguidores, representaba una voz firme contra lo que llamaban “corrección política”; para sus detractores, encarnaba la radicalización del discurso conservador. Tras su asesinato, el ecosistema mediático de derecha lo presentó como un símbolo de persecución política y unificador de sus bases.
El asesino acusado, Tyler Robinson, un joven de 22 años, fue caracterizado rápidamente como militante de izquierda, aunque investigaciones federales citadas por NBC News confirmaron que no existía “ninguna evidencia” que lo vinculara a grupos ideológicos organizados. Aun así, la versión de un crimen político perpetrado por un “enemigo interno” se impuso sobre los hechos. El Departamento de Justicia reforzó, de manera implícita, la narrativa existente al retirar de su sitio web un estudio que documentaba un patrón incómodo: desde 1990, los extremistas de ultraderecha habían cometido muchos más homicidios ideológicos que los de izquierda o islamistas radicales.
Ese fue el contexto que Jimmy Kimmel señaló en su monólogo del 18 de septiembre de 2025. “Este fin de semana tocamos un nuevo fondo con la pandilla MAGA, que intenta desesperadamente presentar a este muchacho que asesinó a Charlie Kirk como cualquier cosa menos como uno de ellos y hace todo lo posible por sacar rédito político de ello”, dijo ante su audiencia. No se trató de una improvisación ligera de un comediante, sino una crítica mordaz a la manera en que una tragedia estaba siendo convertida en arma política.
La combinación de un relato que exaltaba a la víctima y un culpable presentado como encarnación del adversario creó el terreno fértil para lo que vendría después. Cuando Kimmel expuso esa instrumentalización, la reacción pasó inmediatamente del rechazo mediático en sectores de derecha a activar un dispositivo de presión estatal que reveló, con crudeza, la nueva doctrina de control sobre la prensa.
Presión regulatoria y la docilidad corporativa
La estrategia para silenciar a Kimmel no se ejecutó con una orden de censura explícita, sino a través de un mecanismo más sutil y eficaz: la presión regulatoria que convierte a las corporaciones mediáticas en rehenes de sus propios intereses económicos. La Comisión Federal de Comunicaciones (FCC), bajo el mando de Brendan Carr, operó como brazo ejecutor de esa coerción indirecta.
En una entrevista con un podcáster trumpista, Carr amenazó: “Podemos hacer esto por las buenas o por las malas. Estas empresas pueden encontrar formas de cambiar su conducta y tomar medidas sobre Kimmel, o habrá trabajo adicional para la FCC en el futuro.” Así, apuntó a la fragilidad de las cadenas de televisión, dependientes de fusiones y adquisiciones multimillonarias que solo podían concretarse con el visto bueno de la comisión.
Nexstar Media Group, propietario de filiales de ABC en 32 mercados, buscaba la aprobación de una fusión de 6.200 millones de dólares con Tegna, la principal dueña de filiales de la cadena NBC en el país. La operación supera los límites de concentración fijados por la FCC —la empresa resultante cubriría más del 80% de los hogares en EE. UU., cuando el máximo permitido es del 39%— y depende de una exención especial. El mensaje no tardó en llegar: Nexstar fue la primera en sacar del aire a Kimmel, anticipándose a cualquier obstáculo regulatorio. Poco después, Disney, empresa matriz de ABC, siguió el mismo camino al anunciar la suspensión indefinida del programa.
Caso similar ocurrió con Paramount Global, matriz de CBS, que atravesaba un proceso aún más delicado. En junio de 2025, la compañía había llegado a un acuerdo de 16 millones de dólares para resolver una demanda por difamación presentada por Donald Trump, vinculada a una edición de 60 Minutes durante la campaña electoral. En su show nocturno en CBS, Stephen Colbert —implacable crítico de Trump— denunció el pacto en su monólogo como un “soborno grande y gordo”. Semanas después, Paramount necesitaba que la FCC aprobara su fusión de 8.400 millones de dólares con Skydance Media, operación que daría origen a un conglomerado de 28.000 millones.
La cronología resulta elocuente: el 17 de julio, CBS anunció la cancelación del programa de Colbert a partir de 2026, pese a seguir liderando la franja nocturna en audiencia; el 24 de julio, la FCC aprobó la fusión. Oficialmente, la cadena adujo motivos financieros, pero la coincidencia temporal alimentó sospechas de un acuerdo de conveniencia. Lo que ocurrió con Colbert dejó un mensaje claro a ABC: la disidencia tiene un costo que ninguna corporación está dispuesta a pagar.
Aunque Kimmel volvió a la televisión tras unos días debido a la presión pública, el 20% de las filiales de ABC decidieron no emitir su programa, una medida que, sin necesidad de una censura explícita, recortó de forma significativa la audiencia potencial del show.
Este mecanismo de presión no se limita a la televisión abierta. Se ve amplificado por la convergencia con magnates tecnológicos y mediáticos cercanos a Trump, como Larry Ellison, el segundo hombre más rico del mundo, quien fue financiador clave en la fusión de Paramount y Skydance (su hijo es presidente del nuevo conglomerado), y es parte del consorcio que busca adquirir las operaciones de TikTok en Estados Unidos. En paralelo, Elon Musk y Mark Zuckerberg han reconfigurado, a instancias de Trump, el espacio digital donde se libra la conversación pública. Musk, financiador clave de la campaña de Trump y brevemente el principal asesor de su gobierno, transformó Twitter/X en una plataforma más permisiva con la retórica MAGA al reducir controles de moderación y reinstaurar cuentas sancionadas. Zuckerberg, por su parte, desmanteló el sistema independiente de verificación de hechos de Meta y dejó a comunidades vulnerables más expuestas a campañas de desinformación y acoso.
Un ecosistema mediático diseñado para blindar a Trump
La instrumentalización del asesinato de Kirk y el resultante ataque a Kimmel no pueden entenderse como hechos aislados. Son episodios que sólo adquieren su verdadero sentido cuando se insertan en el ecosistema mediático que los sostiene. Ese entramado no es solo la suma de medios afines al partido Republicano de EE. UU. ni menos un paisaje plural de opiniones: es la arquitectura comunicacional que ayudó a instalar a Trump como presidente en dos ocasiones y que se ha ido perfeccionando durante décadas. Un sistema diseñado para blindar a los suyos, erosionar la legitimidad de la prensa independiente y construir una realidad paralela impermeable a los hechos verificables.
Para Trump, la información nunca ha sido un bien público ni un espacio de debate, sino un arma de poder. De ahí que su modelo comunicacional ideal no sea de apertura y escrutinio, sino uno donde los hechos se moldean hasta servir a su causa. En este ecosistema, la crítica se desacredita como “odio liberal”, el fact-checking se iguala a “censura” y las narrativas fabricadas adquieren más peso que cualquier evidencia.
El origen de esta infraestructura puede rastrearse en la eliminación de la Fairness Doctrine —una norma de la FCC que obligaba a los medios a ofrecer una cobertura equilibrada de los asuntos públicos— a finales de los años ochenta, decisión que abrió la puerta a la consolidación de voces como Rush Limbaugh, el locutor de radio que se convirtió en referente del conservadurismo mediático, y al ascenso de Fox News, la cadena televisiva que acabaría transformándose en el principal altavoz de la derecha estadounidense. Lo que comenzó como un negocio rentable se transformó en un dispositivo ideológico con capacidad de movilizar a millones, expandiéndose hacia nuevos formatos —canales de cable, radios locales, pódcast, plataformas digitales— hasta conformar un entramado orgánico de canales y figuras públicas que hoy actúan como cámara de resonancia de la narrativa trumpista.
Este ecosistema opera a través de mecanismos que se refuerzan mutuamente. Uno de ellos es la fabricación de una realidad paralela, donde las noticias y escándalos incómodos son minimizados o directamente ignorados. La investigación más reciente sobre corrupción del zar fronterizo Tom Homan —grabado por el FBI mientras aceptaba dinero de agentes encubiertos— fue ignorada por Fox News y, finalmente, cerrada por el gobierno.
Otro mecanismo es el blanqueo de teorías de conspiración: ideas marginales que poco a poco se convierten en narrativas aceptadas. Así ocurrió con Pizzagate y, más recientemente, con la inmediata designación del asesino de Charlie Kirk como supuesto terrorista de izquierda.
El sistema también descansa en la normalización de los ataques a la prensa. El periodismo independiente es presentado de manera sistemática como enemigo del pueblo. Las amenazas del presidente de la FCC, Brendan Carr, contra ABC son apenas la culminación de años de retórica que ubica a los periodistas en el terreno de los adversarios políticos.
A todo esto se suma el etiquetado ideológico, mediante el cual los medios tradicionales son descritos como un “brazo del Partido Demócrata”. Trump insiste en que el 97% de la cobertura sobre él es negativa, no como reflejo de sus actos, sino como prueba de una conspiración.
Es un sistema que no informa, pero sí legitima, moviliza y protege a un sector ideológico. Sus audiencias (Fox News es líder absoluto en noticias por cable) no acceden a una pluralidad de perspectivas ni a un debate democrático, sino a un discurso cerrado que presenta al movimiento MAGA como la única voz legítima del pueblo y a sus críticos como enemigos internos. Lo que circula en esas pantallas no son datos contrastados, sino la traducción mediática de un repertorio de agravios: la idea de que la nación ha perdido su grandeza frente al avance del multiculturalismo y la “corrección política”; que las élites en Washington, los medios y las universidades han traicionado al ciudadano común; que la inmigración amenaza empleos, seguridad e identidad; que la globalización entregó la industria a China y México; que las libertades individuales —desde portar armas hasta rechazar vacunas— están bajo asedio; y que existe una guerra cultural contra el cristianismo y los valores tradicionales. Cada emisión convierte estas quejas en certezas incuestionables, reforzadas por el relato del fraude electoral y la denuncia constante de lo “woke” como enemigo interno. El resultado es una ciudadanía atrapada en un entorno donde la desinformación no es un defecto, sino la condición misma del mensaje.
Este modelo se alimenta también de una “puerta giratoria” que desdibuja la frontera entre medios de comunicación y cargos públicos. Un ejemplo emblemático es Kash Patel: antiguo comentarista conservador que, en febrero de 2025, fue nombrado director del FBI sin contar con la trayectoria operativa que tradicionalmente exige el cargo. Apenas asumió, Patel designó como subdirector a Dan Bongino, una figura central del ecosistema mediático de derecha como comentarista, locutor de radio y creador de pódcast. A su vez, Pete Hegseth recorrió un camino similar: de presentador en Fox News pasó a ser confirmado como Secretario de Defensa por Trump.
Project 2025: el manual para someter a la prensa
Más que un arrebato improvisado, la ofensiva contra las voces críticas responde a la aplicación meticulosa de un plan con nombre propio: Project 2025. No es una simple colección de propuestas conservadoras, sino un manual diseñado por la Heritage Foundation —centro de pensamiento creado en 1973 que ha marcado la agenda republicana desde Ronald Reagan hasta Trump— para el segundo mandato del magnate neoyorquino. Su propósito declarado es “desmantelar el Estado administrativo” y concentrar un poder casi absoluto en la figura presidencial, debilitando o incluso anulando los contrapesos institucionales que históricamente han asegurado la rendición de cuentas.
La pieza central de este diseño es la reintroducción de Schedule F, categoría laboral originalmente implementada por Trump en 2020 y luego revocada por Joe Biden, que permite reclasificar a decenas de miles de puestos de carrera pública —científicos, abogados, especialistas en seguridad— como designaciones políticas, privándolos de las protecciones que garantizan su independencia técnica. De ese modo, podrían ser despedidos en bloque y reemplazados por cuadros leales al presidente, asegurando que la burocracia, tradicionalmente un contrapeso silencioso pero esencial, se convierta en un aparato dócil.
Pero la reorganización administrativa es solo un frente. El control de la información y de los medios de comunicación aparece en el corazón mismo del proyecto. El episodio de Kimmel lo ilustra con claridad: Brendan Carr, presidente de la FCC, es autor del capítulo dedicado a esta comisión en el documento de más de 900 páginas que constituye la columna vertebral de Project 2025. Las presiones a CBS y ABC fueron la ejecución literal de la estrategia que él mismo había trazado por escrito. Su propósito no era corregir excesos regulatorios, sino usar la agencia como instrumento político para disciplinar medios, forzar concesiones editoriales y domesticar a las grandes tecnológicas. Un ejemplo revelador: cuando CBS News nombró por primera vez a un defensor del televidente, el pasado 8 de septiembre, eligió a un exasesor de Trump.
El Project 2025 reconoce abiertamente sus fuentes de inspiración. Heritage ha citado al modelo de Viktor Orbán en Hungría, en el poder desde 2010, como su referente de “gobernanza conservadora”. En ese país, el control de los medios, la subordinación del poder judicial y la reescritura de las reglas electorales consolidaron un régimen que conserva las formas democráticas mientras vacía su contenido. Lo que se ensaya en Estados Unidos bajo Trump replica tácticas documentadas en democracias erosionadas de América Latina: la captura institucional, que en Venezuela y Nicaragua transformó a los tribunales y organismos electorales en instrumentos del Ejecutivo para avalar reelecciones indefinidas, inhabilitar partidos opositores y criminalizar la protesta. La asfixia económica y legislativa, que en El Salvador forzó al exilio a periodistas y en Argentina derivó en el cierre de la agencia de noticias estatal Télam y en la erosión de plataformas críticas. La estigmatización acompañada de violencia, que en Brasil bajo Jair Bolsonaro convirtió a los periodistas en blancos cotidianos de hostigamiento alentado desde el poder. Todas constituyen un patrón común. El mismo patrón se despliega ahora en Washington, con el sello de Project 2025.
A los casos de CBS y ABC se suma el recorte de más de 1.100 millones de dólares a la Corporation for Public Broadcasting, que dejó sin financiación a NPR y PBS bajo el pretexto de combatir la “propaganda liberal”. Al mismo tiempo, se desmanteló el sistema de acceso de la prensa a la Casa Blanca, se restringió la entrada de agencias históricas como AP o Reuters y se promovió a medios de derecha radical como Newsmax o The Blaze en su lugar. El Pentágono impuso una norma que obliga a que toda información difundida por periodistas, incluso la desclasificada, reciba aprobación oficial previa. En paralelo, el gobierno intervino Voice of America (VOA), el servicio internacional de radiodifusión pública, reduciendo drásticamente su personal y entregando parte de su programación a One America News Network (OANN), una cadena ultraconservadora pro-Trump.
Nada de esto es un fenómeno aislado. La reinstauración de la Schedule F forma parte de la misma lógica: crear un aparato estatal leal que no provea insumos al periodismo independiente ni limite la narrativa presidencial. La purga de burócratas con capacidad técnica y la sustitución por políticos leales debilita los canales de información en los que se apoya el periodismo de investigación. Lo que se persigue es un ecosistema cerrado, donde las fuentes críticas desaparecen y el mensaje oficial circula sin interferencias.
Las consecuencias ya son evidentes. En 2025, Estados Unidos cayó al puesto 57 en el índice mundial de Libertad de Prensa, el nivel más bajo de su historia contemporánea. El deterioro se ha atribuido directamente a las políticas de Trump y a la aplicación de este manual que sus propios arquitectos describen sin ambages como una “segunda Revolución Americana”. El presidente de la Heritage Foundation, Kevin Roberts, lo resumió con una metáfora inquietante, en la que equiparó a la derecha con creadores, y a sus contradictores con destructores: “El bosque estadounidense lleva tiempo necesitando un incendio, y la tarea del Partido de la Creación es garantizar una quema larga y controlada”.
En ese fuego deliberado, el periodismo independiente es el primer tronco lanzado a las llamas.
FUENTE: https://x.com/etica



















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