Por Rebecca Russo Huicochea
Elida, ex bailarina de danza folklórica, por primera vez en su vida pudo disfrutar de la hermosa fiesta de Oaxaca, se acomodó en su asiento, sintiendo que el corazón le latía al ritmo de la música que comenzaba a llenar el aire. La Guelaguetza, ese festival emblemático que había admirado desde la distancia, la envolvía de nuevo en una atmósfera vibrante y colorida.
Aunque nunca había tenido la oportunidad de bailar en ese escenario icónico, Elida había dedicado años de su vida a la danza folklórica, llevando el espíritu de su tierra en cada paso. La emoción de ver a los grupos locales en el escenario la llenaba de nostalgia. Recordaba sus propios ensayos, las risas compartidas con sus compañeras y el esfuerzo detrás de cada presentación.
Mientras las delegaciones comenzaban a danzar, cada traje colorido y cada melodía la transportaban a sus días de ensayos. Elida se sorprendió al sentirse parte de algo más grande, de una celebración que conectaba generaciones a través del arte y la tradición. Aunque nunca había estado en la Guelaguetza, siempre había soñado con ser parte de esa fiesta.
Observó cómo los jóvenes se movían con una energía contagiosa, y sintió un nudo en la garganta. La belleza de la diversidad cultural de Oaxaca la llenaba de orgullo, pero también de anhelo por esos momentos que nunca vivió. La Guelaguetza era un símbolo de unidad, un recordatorio de que la danza no solo pertenece al escenario, sino a todos los que la aman.
A medida que el sol se ponía, tiñendo el cielo de dorados y anaranjados, Elida aplaudió con fervor, sintiendo que su amor por la cultura oaxaqueña nunca había sido en vano. Aunque no había bailado en la Guelaguetza, su pasión seguía viva en cada paso que los jóvenes daban. La celebración continuaría, y con ella, el legado de su tierra se fortalecería, resonando en los corazones de quienes, como ella, solo podían soñar con estar en ese escenario.

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