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EL ÚLTIMO HÉROE DE CÁDIZ – PARTE II

16/mayo/2017 por lsamano

 

Autor: Santiago Muguiro.

4 años antes…

Andalucía, 1495

Creímos que estábamos en lo correcto. En nuestra necedad, masacrábamos a nuestros hermanos queriendo el poder, sin ver más allá. Hemos luchado por centurias contra los califatos del sur sin fijarnos en la creciente amenaza que avanzaba hacia nosotros.

Ahora ya es demasiado tarde.

Los reinos de Castilla han sido sacudidos por la Horda, un ejército enorme de bestias de guerra. Yo no los he visto, pero dicen que tan sólo uno puede derrotar a cien de los mejores guerreros, que miden más que dos hombres y que su piel es tan pálida que se les ven los nervios y músculos.

Mi padre, Carlos de Cádiz, sostiene el único reino sobreviviente en el mundo: Andalucía.

El resto ha sido destruido y plagado por aquellos monstruos. Nadie sabe de dónde han venido, ni por qué Dios haría a tales repugnantes criaturas, pero lo único que queda es luchar.

Se han asignado siete de los mejores hombres de Andalucía como los «Héroes», con la misión de buscar y encontrar las cinco armas legendarias de Hispania, las que se dice que contienen poderes sobrenaturales, lo más rápido posible y regresar con ellas. Tal vez solo así podremos defender la última tierra que nos queda a los humanos.

Yo, Alejandro de Cádiz, segundo hijo del rey Carlos, soy uno de esos Hèroes, y mi misión es encontrar a Lobera, la poderosa espada del rey Fernando III de Castilla, con la cual reconquistó gran parte de Hispania de los musulmanes.

«¡Eh, Alejandro!» gritó mi hermano, golpeándome las piernas con su palo de práctica, casi quebrándome las piernas, «¡Concéntrate!»

«¡Ah!» protesté, mientras el dolor me recorría la pantorrilla. Mi hermano siempre había sido mejor luchador que yo, de hecho, yo diría que el mejor en toda Andalucía, y ahora me estaba entrenando antes de que nos fuéramos en nuestra misión. No sé porque demonios mi padre me había elegido a mí, aunque también lo eligió a él, pero yo soy pésimo con una espada.

Me contuve el dolor y regresé el garrotazo, girando mi vara con toda mi fuerza hacia su cara. Mi hermano, sin dificultad alguna, dio un pequeño salto hacia atrás con una burlona sonrisa en su cara.

No me sorprendió, pues cuando luchábamos, siempre me ganaba una paliza, y siempre lo hacía con una extraordinaria ligereza y facilidad.

«Vamos, hermano! sé que podéis, recuerda lo que te enseñé.»

A pesar de que me estaba ganando, por fin estaba empezando a aprender, porque mi hermano nunca quiso compartir conmigo sus técnicas hasta hoy. Recordé de pronto el dolor en mis piernas cuando comencé a sentirlo con más intensidad.

Fruncí el ceño y sonreí medio adolorido, «Habéis cometido un error hermano. No me hubierais golpeado cuando me estáis enseñando vuestras propias técnicas.»

«Jaja! Al fin tú de nuevo!» dijo, lanzando otro porrazo.

Con toda mi concentración y la adrenalina de mis piernas lastimadas, salté a un lado, me tiré al suelo y giré hacia su espalda, donde me puse en pie de un salto y batí la espada improvisada hacia un lado de su columna. Cayó de rodillas, y aproveché, colocando la punta de la vara en su garganta.

«Jajaja!» mi hermano se echó a reír como si su derrota fuera graciosa. Después de escucharlo durante un par de minutos, me encontré a mi mismo carcajeándome también.

«En verdad, hermano, no sé cómo he hecho eso,» dije entre risas.

Él se puso serio y me miró, «Lo hicisteis usando tus conocimientos y habilidades, Alejandro. Toda mi vida he esperado este momento; que te dierais cuenta que tú puedes hacer muchas cosas si en serio lo quereis. Bravo, hermano! Estáis listo para liberar a tu tierra!»

 

CUENTO DOS

 

La mañana estaba nublada cuando cruzamos la pesada pared que protege nuestro reino de las bestias. Cinco metros de piedra endurecida conformaba el ancho de la muralla, mientras que de alto medía más de diez. No sé cómo fue fabricada, pues en ese entonces mi padre no me permitía salir del castillo.

 

Éramos treinta; siete Héroes y veintitrés de los mejores caballeros con la misión de protegernos a toda costa. Había una profecía entre los estudiosos, que decía así:

 

Siete Héroes en el reino,

Siete hombres partirán,

Dos sacrificios hemos de dar,

Para a esta tierra

De los monstruos librar.

 

Cinco reliquias recuperarán,

De sus manos malditas

O la tumba del ancestro.

Cinco reliquias que al mundo salvarán.

Íbamos ataviados con la más dura de las protecciones en la posesión de mi padre, y las espadas más filosas en su arsenal. Desde el comienzo habíamos decidido que iríamos con sigilo, y evitaríamos a cualquier ser viviente, pero de todas maneras no íbamos a tomar, voluntariamente, ningún riesgo al viajar sin protección.

Fuera de la muralla de la ciudad, el bosque aún florecía frondosamente, contrario a lo que nos habían dicho de lo que había fuera, ascendiendo frente a nuestros ojos como una segunda muralla. La vegetación se había extendido hacia la pared a nuestras espaldas, trepando como si fuese un ejército de hormigas verdes. No había ningún camino en la maleza frente a nosotros, y parecía que nadie lo había explorado por un millar de años.

Todos nos quedamos igual de sorprendidos, pues nos habíamos imaginado, por las historias que cantaban los bardos, que sería una tierra seca, desértica y gris. Aun para el clima que hacía en el reino, era inusual ver aquel espectáculo de vegetación.

Dudosos, caminamos hacia el bosque. El aire húmedo estaba caliente y pesado, y se sentía el suspenso en la atmósfera. No nos inspiraba buenas ideas el bosque tan poblado de vegetación, pero vacío de todo sonido.

Los caballos estaban inquietos, y no se atrevían a meterse en la espesura, lanzando agudos resoplidos.

«Dejad los caballos,» mi hermano, Edgardo, que iba a la delantera junto a mi y dos caballeros, dijo a los demás.

«No,» uno de los caballeros galopó al frente junto a nosotros, «con todo respeto, señor, yo he ido a Castilla hace un año, y le aseguro que necesitaremos los caballos, pues después de éste bosque hay una planicie enorme y desértica.»

«¿Habéis ido a Castilla?» preguntó mi hermano, con un toque de incredulidad.

«Sí, señor. Y apenas escapé con vida.»

«Entonces conocéis a los monstruos?»

«Los he visto, pero no es algo que quisiera contar, si me lo permitís. Sólo sepa que son horriblemente grandes y fuertes, y es mejor si los evitamos por completo.»

«Os perdono de contarme su parecido. Avancemos!» hizo una señal a la caravana y se volvió hacia los gruesos árboles, cuando éstos estallaron en miles de astillas, lanzando a mi hermano y su caballo hacia atrás, mientras un hombre de más de tres metros de alto salía del bosque con un enorme rugido. Un hombre? No lo creo, pero ciertamente semejante; su piel era del color de la ceniza viva y tan delgada que parecía que sus gruesos y fornidos músculos la reventarían con cualquier movimiento. Su cabeza relucía con la luz de la mañana, y el polvo de la tierra cubría parcialmente la desnudez de su cuerpo grumoso, por lo que me sentí agradecido por un momento. En su cara prevalecía una expresión de ira pura, sus oscuros ojos brillaban rojos con intensidad.

«La Horda!» uno de los hombres gritó, girando su caballo y corriendo a la muralla.

«Este monstruo no se irá, tenemos que combatirlo!» el caballero que nos dijo había ido a Castilla, Abdel Rashid, señaló al resto que no huyeran, esforzándose para mantener control de su caballo.

«Guantes negros!» maldije, desenvainando mi sable y cabalgando hacia la feroz escena. «Por Andalucía!»

Estalló un estruendo cuando los caballeros echaron a andar detrás de mí, y por un momento tuve esperanza, pero al acercarme lo suficiente, vi el arma que blandía con agilidad el gigante, y de pronto los treinta hombres armados que salimos de la ciudad parecieron pocos. Una espada gigantesca y pesada, forjada con extrema precisión, se alzó sobre la cabeza de la bestia, y descendió sobre los hombres. Partió la caravana en dos, y la tierra bajo ellos. Trozos de metal volaron y los caballeros gritaron de terror. Mi caballo relinchó y dejó de moverse. Actuando con rapidez, me puse en pie sobre el lomo del animal y me abalancé sobre la espalda de la bestia en el momento en que éste gruñía con fuerza y levantaba su enorme garrote de nuevo. Me sostuve con fuerza de su cuello y con mucha concentración, alcé mi espada sobre su cabeza y…

Para mi decepción, la piel del ogro no era para nada frágil y delgada como la había visto. Más bien todo lo contrario. Parecía que estaba tratando de cortar una res con un cuchillo de cocina cuando hundí mi sable en su gruesa y grisácea nuca. El monstruo rugió y me aventó al suelo, levantando una tremenda nube de polvo. Mi sable quedó incrustado en su descomunal cuero.

 

Mi hermano me miró con desesperanza desde abajo de su caballo, el cual había caído muerto al suelo sobre su pierna derecha.

 

Me incorporé y miré a Rashid tratar de repetir mi hazaña mientras una docena de caballeros cabalgaban alrededor de las enormes piernas lanzando espadazos, esperando distraer a la bestia. Pero no pasó así. El ogro tomó a Rashid y lo arrojó con facilidad por encima de la muralla, y luego con sus enormes piernas se sacudió a los caballeros de encima, esparciéndolos por el frondoso campo. El monstruo pareció recordar su espada y la comenzó a levantar de nuevo, fijando su mirada en los Héroes que corrían hacia la muralla en busca de protección. Una flecha salió disparada de las almenas sobre la pared y se incrustó en el ceño del ogro, seguida por muchas otras que hicieron que el ogro se tambaleara. Yo no esperé a que se incorporara, y, tomando una piedra cercana, me acerqué y la tiré con todas mis fuerzas y concentración al lugar donde le había herido con mi espada. La piedra giró lentamente en el aire ante mis ojos, dirigiéndose al pomo de mi arma incrustada. Mi tino no falló, y la espada se hundió más profundo en el cuerpo de la bestia, quién cayó al suelo con un gran impacto. Estaba muerto.

 

Escuché a los arqueros aclamar y gritar victoria detrás de mí, pero no era momento de celebrar.

 

Corrí a mi hermano, «Edgardo! ¿Estáis bien?» pregunté, inclinándome hacia él.

 

«Estoy bien hermano,» dijo con extrema felicidad y una enorme sonrisa en su rostro, «lo lograsteis! Lo matasteis tú!»

 

Le regresé la sonrisa, levantando con esfuerzo el cadáver de su caballo, «Dios! Te has roto la pierna!» Bajó el animal, su rodilla estaba torcida en un ángulo innatural.

 

«Ah, no es nada.» Se tomó la pierna y, con un crujido y un gritó de dolor, se enderezó la rodilla.

 

«No volváis a hacer eso,» dije con un gesto.

 

La gran puerta de la muralla se abrió atrás de nosotros, y salió mi padre, Carlos de Cádiz, con un ejército de hombres armados a sus espaldas.

 

Les ordenó a los hombres que recogieran los cadáveres, incluyendo el del ogro, y luego se volteó hacia mi hermano. Él asintió con la cabeza, sus ojos serios transmitían un mensaje muy claro para aquél que sabe. Mi padre me miró, y de su túnica sacó un paquete envuelto en terciopelo negro.

 

«Durante muchos años, he guardado esto en secreto, buscando a alguien merecedor que las portara con honor.  Coged. Las legendarias hachas de Agila, estoy seguro que te ayudarán en tu misión.» Me entregó el fardo con delicadeza y una pequeña vacilación, y añadió, «cuidadlas.»

 

Lo tomé con cuidado, y comencé a remover el terciopelo. El mundo cayó en silencio y aguanté la respiración. Sentí la presión de abrir un regalo que mi padre había cuidado como un tesoro por tantos años, y cuando la tela descubrió el arma, el aire me abandonó por un instante.

 

Ante mis ojos tenía la más hermosa obra de herrería que se habría hecho para la guerra. Dos hachas del tamaño de mi antebrazo resplandecían con el sol, que ahora estaba arriba de nosotros. Las empuñaduras estaban hechos de un material desconocido que parecía piedra, de éstos salía un tubo de metal negro y brillante que subía hasta la hoja hecha de un metal más blanco y brillante que el cuerpo. La empuñadura estaba adornada con oro incrustado en complejos diseños de espirales con ramas esparciéndose hacia afuera, y en el pomo brillaba una gema azul en forma de rombo.

 

«Los monstruos ahora saben dónde estamos, y pronto regresarán. Nuestra única esperanza son ustedes. Id y recuperad esas armas, apuraos!» Mi padre habló a los Héroes restantes, y nos pusimos en camino. Nos escoltaban ahora los caballeros con los que se había presentado.

 

El cruce por el bosque fue largo y difícil para nuestros caballos, pero al fin salimos a una planicie enorme, con algunos árboles quemados rompiendo el horizonte, justo como había dicho Rashid. Ojalá mi hermano siguiese con nosotros, él aliviaría el ambiente tenebroso con uno de sus chistes tontos.

 

«Bienvenidos a Castilla,» dije, con un tono fúnebre.

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